Mientras los países europeos seguimos siendo golpeados por la pandemia del covid-19, los terroristas encuentran una nueva oportunidad de demostrar su fuerza.
Tras ir de derrota en derrota, estos dos últimos años DAESH ha perdido su feudo en Oriente Medio, y busca ahora fundar una nueva base en el Sahel, aprovechando la inestabilidad de estos países africanos (Mali, Burkina Faso).
Pero mientras se hace fuerte en África, no cesa en su empeño de atacar Occidente. En su competición con otros grupos terroristas como Al Qaeda por el liderazgo yihadista, DAESH busca mostrarse siempre más letal, más salvaje y activo que ninguno.
El covid-19 y el clima de tensión social que ha generado es el caldo de cultivo perfecto para el resurgimiento de esta lacra que creíamos olvidada. Durante el confinamiento los negocios cerraban, pero los terroristas no han descansado. Tampoco nuestras Fuerzas de Seguridad: la Guardia Civil ha realizado detenciones durante el confinamiento, y ha llegado a la conclusión de que el riesgo de atentado ha aumentado.
El riesgo de atentado ha aumentado
DAESH ha lanzado el mensaje de que la pandemia de coronavirus ha sido «una señal» divina para lanzarles a la ‘guerra santa’ contra Occidente, y ha pedido golpear cuando más débiles estuviésemos.
La llama se prendió el 25 de septiembre en París, cuando un joven pakistaní de 18 años hirió gravemente a dos personas, frente a la que creía ser la sede de Charlie Hebdo. Tras este execrable acto, Macron defendió el derecho inapelable de la libertad de expresión, incluyendo la publicación de las polémicas viñetas del profeta musulmán.
Esta defensa generó una reacción en cadena que no ha hecho más que acrecentar la tensión entre unos y otros. Erdogan, en medio de una lucha geopolítica en el Mediterráneo en la que se enfrenta continuamente a Francia, pidió a Macron que acudiese a terapia mental, además de comparar a los musulmanes en Francia con los judíos en Europa antes del Holocausto. A estas graves declaraciones entre dos países, (recordémoslo), aliados, se le suma un boicot a Francia y, especialmente, a la figura de Macron, que marca la diferencia entre esta oleada de atentados de la que vivimos en el 2015.
En algunos países musulmanes como Pakistán, se han decapitado figuras, maniquíes de Macron. La quema de banderas y de fotos del presidente se ha generalizado en muchos de estos países, y el exministro de Malasia (otro país musulmán) declaró que los musulmanes tenían el derecho de matar tantos franceses como Francia había aniquilado musulmanes en sus colonias.
El atentado del 16 de octubre contra un profesor de secundaria, Samuel Paty, tuvo una gran repercusión social y mediática: el agresor, ruso-checheno, publicó en sus redes una imagen de la decapitación junto con un mensaje muy claro:
«A Macron, el líder de los infieles, ejecuté a uno de tus sabuesos del infierno que se atrevió a menospreciar a Mahoma. Calma a tus semejantes antes de que os inflijamos un duro castigo».
Pero si bien estos atentados tenían el objetivo de ir contra la libertad de expresión, o contra Francia en su conjunto, su potencial de contagio es muy poderoso. El 2 de noviembre Viena lo sufrió en sus propias carnes. El nivel de amenaza es el máximo en Francia, y Reino Unido también lo ha aumentado. Ni España ni ningún país será inmune a no ser que reforcemos la detección temprana de estas amenazas.
Cuando la radicalización tiene lugar, las medidas llegan ya tarde. La capacidad de reacción es importante, pero ante estos atentados de escasa planificación y medios, la prevención es esencial.
No podemos cesar la vigilancia. Lamentablemente, “cuando veas las barbas de tu vecino cortar…”.
Lucía Rider
Analista HSI